¿Para qué sirve una empresa?
Por Ricardo León
Si está leyendo esto, es muy probable que trabaje para una empresa, esté a cargo de alguna, o bien, que sea de su propiedad. Lo cierto es que día a día interactúa con una multitud de ellas. ¿Alguna vez se ha preguntado con cuántas? No es exagerado decir que casi todas nuestras relaciones con el mundo están vinculadas con los productos o servicios de alguna empresa. Lo que es más, la forma en que nos relacionamos con nuestro propio cuerpo y mente tienen una gran influencia de éstas, y es quizá por eso que valoramos tanto los espacios en los que parecen estar ausentes: admirar un paisaje natural o disfrutar el cariño de nuestros seres queridos… hasta que decidimos tomar una fotografía con nuestro celular y publicarla en nuestras redes sociales preferidas.
La omnipresencia de la actividad empresarial en nuestra vida obliga a la reflexión. ¿Para qué sirve una empresa? No hay una respuesta única: dependerá a quién se le pregunte. Hasta hace algunos años, durante entrenamientos a ejecutivos de diversas empresas solía responder, con mucha seguridad, «para generar retornos económicos a los accionistas». Hoy pienso que esa respuesta es, en el mejor de los casos, reduccionista, incompleta. No obstante, es una condición sine qua non del sistema económico en el que todas las personas participamos, atravesando incluso la lógica de la informalidad, tan presente en nuestros países latinoamericanos.
Una empresa puede ser un motor de bienestar
si incluimos a todas las personas que contribuyen en ella.
El razonamiento del inversionista, en su sentido más simple, consiste en poner en riesgo determinados recursos para la realización de una actividad, esperando recibir un beneficio futuro. Desde un comerciante informal que para subsistir compra productos por la mañana para utilizar los retornos por la tarde y reinvertir para el siguiente día, hasta un complejo inversionista especulador de la bolsa de valores que compra acciones de empresas basado en expectativas de resultados financieros sobre los cuales no tiene la más mínima influencia. Observamos tres factores clave en esta idea: i) la disponibilidad inicial de recursos; ii) un proyecto de negocio; y iii) la confianza en que se producirán y recibirán retornos en el futuro. Tal vez del análisis de estos tres componentes podemos extraer una idea más robusta sobre la utilidad de las empresas.
Una empresa sirve para reducir las brechas
en la distribución de los recursos.
Comencemos por la disponibilidad inicial de recursos: la noción de desarrollo y crecimiento requiere la posibilidad de acumulación. Sin embargo, esta lógica, a través del tiempo, produce una acumulación desigual de oportunidades. Hoy conocemos inversiones millonarias como los millones de dólares que se invierten en cada ronda de startups que aspiran a convertirse en unicornios y, al mismo tiempo, proyectos de emprendimiento buscando fondos en plataformas de crowdfunding con aspiraciones de capitalización desde mil dólares. Aquí encontramos una primera oportunidad para robustecer la noción de utilidad social de la empresa: una empresa sirve para reducir las brechas en la distribución de los recursos. Si logramos movilizar recursos de inversión hacia iniciativas de negocio incluyentes, en lugares que históricamente no han tenido la oportunidad de iniciar un círculo virtuoso de acumulación de recursos, promoveremos una sociedad más equitativa en la que el talento y la voluntad sean activos suficientes para la movilidad social.
Hablar de un proyecto de negocio nos lleva a la idea de creación de valor, desde que Michael Porter introdujo el concepto en los años 80, un principio fundamental para el sostenimiento de cualquier compañía es que debe tener la capacidad de producir un resultado mayor que los recursos invertidos. Existen una infinidad de ideas con esta característica, ¿pero son todas igualmente valiosas? Dependerá de lo que entendamos por valor. Si nos limitamos a su dimensión más básica, la económica, la mejor idea será la que ofrezca mejores resultados financieros a un determinado nivel de riesgo. Una noción más compleja aproximaría el concepto de valor al de bienestar y, entendiendo a la empresa como un sistema abierto que se retroalimenta de manera permanente con su entorno, la mejor idea sería aquella con la capacidad de producir mayores niveles de bienestar para todos los actores que tienen un vínculo con la compañía. A partir de aquí podemos construir una noción más robusta para abordar nuestra pregunta sobre la utilidad de una empresa: puede ser un motor de bienestar si incluimos en nuestras ideas de negocio, además del inversionista, a todas las personas que contribuyen en ella, como el personal que ahí labora, proveedores, clientes y la comunidad en la cual la compañía está insertada, entre otros. Volviendo a Porter, esta es la idea central sobre la que ha extendido el concepto de valor al de valor compartido.
Las empresas son un instrumento a través del cual
construimos nuestro futuro como sociedad.
Finalmente, hablamos de la confianza en recibir retornos futuros. Esta idea nos lleva al menos a dos conceptos: primero, que exista un futuro, a lo que llamaremos sostenibilidad; segundo, que no cambien las reglas del juego, a lo que podemos llamar institucionalidad. Desde 1987 se acotó el concepto de desarrollo sostenible como aquel que «satisface las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer las suyas». Este planteamiento es válido y urgente en nuestro presente, y nuestras decisiones de negocio tienen una repercusión fundamental en esa promesa. Por otra parte, la institucionalidad nos lleva a pensar en el Estado, que sin duda tiene un rol de gran importancia en el sistema, no solo como árbitro del juego, sino como complemento en los lugares del mercado que no encuentran un balance de forma natural. Una relación armónica con el Estado, pero sobre todo, la disposición a que nuestros proyectos respeten las reglas del juego y preserven la justicia en el sistema, nos permitirá fortalecer la confianza para hacer más y mejores inversiones. De esta forma, las empresas cobran un sentido muy profundo, pues se convierten en un instrumento a través del cual construimos nuestro futuro como sociedad. Resulta indispensable tener claro que, de la forma en que hagamos negocios hoy dependerá el futuro, no solo de nosotros mismos sino de las próximas generaciones.
Mi invitación es a comenzar a abordar nuestras decisiones de negocio de una forma cada vez más integral, conscientes de que cada una de ellas es una oportunidad para contribuir de forma positiva en la vida de las personas; por supuesto la viabilidad financiera es importante, pero esa es apenas una parte de nuestro trabajo.